Los interiores siempre estuvieron presentes en la manera en la que me veo y me retrato. La fragmentación de las miradas y la búsqueda visual constante por los detalles corporales, también. Sin embargo, en el último año al cuerpo que transpira las sensaciones de mi mejunje interno se le agregó un nuevo factor: el insomnio, la madrugada constante dentro de cuatro paredes.
En el encierro, el cuerpo se deshace, tornándose más y más difícil de registrar, de registrarme. La imagen de la corporalidad, la prueba de su existencia, se pierde en un mar mental, en una vigilia que tiene límites mucho más lejanos y borrosos que las superficies espaciales sólidas del cotidiano.
Las fotos, casi por necesidad, suceden a estas altas horas de la noche, en donde mi cuerpo se funde con las oscuridades. Oscilan las luces que lo tocan, las miradas que se esconden y muestran ante el lente, las marcas físicas que se generan y regeneran en un ciclo constante. Pedacitos de pieles muertas que reviven y dejan huellas a su alrededor. En medio de ese limbo espacial y temporal, intento seguir encontrándome.